Esta tarde, en el metro de Londres, he presenciado una de esas situaciones que te levantan las cejas y te hacen poner los ojos en “modo atónito”… En una de las paradas ha subido una madre y su hijo, de unos 4 años. El niño ha entrado al vagón enrabietado, vociferando y gruñendo. La madre se ha sentado con total tranquilidad mientras su hijo le espetaba “I hate you!”, “I don´t wanna be with you!”, “You are a monster!”. La cara que ponían el resto de pasajeros era todo un poema, una oda a la incredulidad. La madre cerraba los ojos y aguantaba con paciencia, cual monja tibetana, las embestidas verbales del pequeño que, en cierto momento, se han convertido en patadas y puñetazos reiterados (literalmente).
En ese momento he pensado: “¡la madre que lo parió, este niño está fatal!”. La situación, quiero pensar, no era normal; quizás el niño (o la madre) tenía algún problema serio. Sea como fuere, el niño sólo se calmaba cuando se metía el dedo pulgar en la boca, como un bebé, y se tocaba el ombligo… Quizás recordando (inconscientemente) lo bien que se estaba en el vientre de su madre. ¡En qué momento salió de ahí!
El mundo es complejo. El ser humano, a veces, está hecho un lío. Y nuestra mente es más complicada que la red de Londres. Está llena de cortocircuitos, complicaciones, trasbordos, conexiones perdidas…
Dice Eclesiastés 7:29 que “Dios hizo perfecto al ser humano, pero éste se ha buscado demasiadas complicaciones”. ¡En qué momento salimos de Génesis 1 y 2! ¡Con lo bien que se estaba ahí!
Esta semana te invito a que eches un vistazo a tu red de metro.
A que vigiles a quién subes.
A que cuides a tus pasajeros.
Nuestro origen nos tranquiliza, porque sabemos de dónde venimos y a dónde vamos.
Chúpate el dedo pulgar o tócate el ombligo si hace falta. Pero acuérdate de Quién te creó. Vive en paz.