Es paradójico. En la época con más literatura sobre gestión empresarial y liderazgo, afloran, con mayor celeridad y número, los casos de mala administración y corrupción. Esta última palabra parece que se ha apoderado de la realidad nacional, tanto es así que es considerada, sólo por debajo del paro, el principal problema y preocupación de los españoles[1] (aunque, por otro lado, se nos diga que «ahora hay menos corrupción que nunca»[2]. En fin…). Nuestro reto es ir más allá de lo evidente. Nuestra lectura de lo que acontece no puede quedarse en la superficie. Como cristianos, debemos considerar una realidad más profunda y esencial. Intentémoslo:

El problema no son los corruptos, es lo que está mal dentro de las personas. La corrupción no la han inventado Bárcenas o “el Bigotes” o … (se te ocurren muchos nombres, ¿verdad?); sino que nos acompaña desde el Génesis de la humanidad. La respuesta a la corrupción va más allá de acusar a cuatro banqueros o unirse al coro que señala con dedo inquisidor y mirada afilada a “los otros” y a “los demás”… Tampoco está en el silencio cobarde (y culpable) que agacha la cabeza y se autoanestesia con un “qué puedo hacer yo ante la injusticia; si el mundo funciona así, cómo voy a ser diferente”[3]. Ambas maneras son tristes justificaciones de no reconocer lo que somos y el problema que habita en nosotros. Hablamos de la responsabilidad de otros, pero la corrupción afecta a todos. Derecha. Izquierda. Abajo. Arriba. En lo poco. En lo mucho. ¿Viene la corrupción del poder? No, viene de nosotros. Sólo cuando reconozcamos esto, las cosas podrán comenzar a cambiar.

Cuando vemos el mal de otros decimos (o al menos pensamos) que nunca lo haríamos, con tono resuelto y seguro de nosotros mismos afirmamos: “si yo hubiese estado en su lugar…”. Decir eso ignora la condición caída de nuestro corazón. Ver únicamente el mal de otros y no ver el nuestro es hipocresía. No nos mintamos… no somos las criaturas excelentes que creemos ser (1 Juan 1:8). El ser humano, en su autoengaño, tiene la ilusión de pensar que está libre de pecado; creemos que si no matamos y no robamos, “¿qué problema hay conmigo?, ¡estoy bien!” Pero la Biblia nos recuerda que “si alguno piensa que está firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12). Y es que precisamente desde la Caída, desde que nos tragamos el cuento de que Dios es un aguafiestas y aceptamos el engaño y la mentira como parte de un proyecto que nos haría mejores… Desde entonces cada dimensión humana está afectada por el pecado.

En este sentido, la Biblia no es ni optimista ni pesimista, es realista. Conozco pocos libros que dibujen con tanta crudeza y dosis de realidad la realidad humana (valga la redundancia). Y es que la Biblia no es sólo la revelación de Dios, sino la revelación de nosotros mismos. Nos describe. Decía Jesús que “lo que sale de la persona es lo que la contamina. Porque de dentro, del corazón humano, salen los malos pensamientos, la inmoralidad, los robos, los homicidios, la avaricia, la maldad, el engaño, la envidia, la calumnia, la arrogancia y la necedad” (Marcos 7:20-22). Debemos considerar nuestra propia condición. Nuestra propia corrupción. Nuestra responsabilidad.

La Biblia nos da una lectura más profunda porque se centra no sólo en lo evidente, sino en lo que no se ve. Y eso que no se ve la Biblia lo llama pecado, y está en la base de la corrupción. Dicho de otra forma, la corrupción es la parte visible del pecado y todo pecado tiene su raíz en nuestro corazón. Solemos explicar la vida por nuestros actos, pero Jesús nos desafía a considerar nuestro propio corazón.[4]

Por eso me emociona y anima la propuesta de Jesús, porque es una política directa al corazón; una política que se preocupa por restaurar el origen de los problemas y la causa del mal; que propone una cirugía cardíaca para extraer nuestro corazón de piedra y ponernos uno de carne, sensible, con un latido al ritmo de lo bueno y del bien. Quiere reescribirnos. Finalmente, el problema no está sólo en el tío de la tele, sino en el del espejo. Y la solución no está ni en el tío del espejo ni en el de la tele, sino en reconocer nuestra condición caída y al Único capaz de levantarnos.

 

[1] Véase http://politica.elpais.com/politica/2014/12/04/actualidad/1417683411_710569.html

[2] Véase http://www.lavanguardia.com/politica/20141207/54421160950/cospedal-hay-menos-corrupcion-nunca.html

[3] Dios, repetidamente, nos ha dicho lo que espera de nosotros: practicar y buscar el derecho, la justicia y la libertad, y apartarnos de la corrupción del mundo (Isaías 58:4-7; Amós 5:24; Miqueas 6:8; Santiago 1:27; etc.).

[4] Véase http://protestantedigital.com/espana/34693/j_de_segovia_el_evangelio_y_la_persona_en_treinta_ideas