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Ayer volvió el ladrón.
Sin embargo,
esta vez yo no estaba solo. Invité a un Amigo a casa.
Le conozco desde hace sólo unos cuantos años, pero él me conoce desde antes que yo naciera. La relación siempre ha tenido sus más y sus menos, pero Él siempre ha estado ahí para lo que necesitara, cuando sea y donde sea. Nunca presiona. Es paciente. Siempre espera.
Mi Amigo tiene muchos nombres. Le llaman Maestro, Salvador, Jesús, Emmanuel, Yo Soy, Príncipe de Paz… Él me llama hermano.
De nuevo el ladrón, como un león buscando a quién devorar, merodeaba cerca de casa. En esta ocasión le pedí a mi Amigo que fuese Él quien saliera al balcón. Cuando el ladrón lo vio, se detuvo:
–¿Por qué te entrometes? –le gritó fuera de sí mientras retrocedía volviendo por donde había venido.
–Debo instalar alarmas –le dije a mi Amigo.
–No te servirán –me respondió.
–Usaré cámaras y perros guardianes.
–Dará igual.
Mi Amigo me miró con su inagotable compasión y me dijo:
–Sólo tienes que llamarme. Estoy aquí para ti…
De nuevo, Pablo lo experimentó así:
“¿Quién me librará? ¡La respuesta está en nuestro Amigo!”, y “le pido que, por medio del Espíritu y con su poder, te fortalezca en lo íntimo de tu ser, para que por fe Cristo habite en tu corazón. Y pido que, arraigado y cimentado en amor, puedas comprender cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo; en fin, que conozcas ese amor que sobrepasa nuestro conocimiento, para que seas lleno de la plenitud de Dios.” [Romanos 7:24, Efesios 3:16-19].
Es mejor que nuestro Amigo no sea un invitado sino que se quede a vivir en casa. No lo necesitamos de manera puntual sino en cada momento y en cada aliento. Nuestro problema no es sólo un acto, es nuestra condición, el estado en el que nos encontramos. Por eso nuestro objetivo es poder decir que “ya no vivo yo, sino Cristo vive en mí” [Gálatas 2:20]. Mientras el intruso nos arrebata la vida, “nuestro Amigo ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia” [Juan 10:10].
Gozo y Paz,